Era Shimamoto quien se encargaba de poner la música. Sacaba los discos de la funda, los colocaba en el plato del tocadiscos sosteniéndolos entre ambas manos con cuidado de no tocar los surcos con los dedos y, tras limpiar el cabezal con un cepillito, hacía descender la aguja sobre el disco.
Cuando acababan de sonar, los rociaba con un pulverizador para quitarles el polvo y los secaba con un paño de fieltro. Después los metía en la funda y los devolvía al lugar asignado en la estantería.
Llevaba a cabo esta sucesión de acciones que le había enseñado su padre, una tras otra, con una expresión terriblemente seria. Entrecerraba los ojos, incluso contenía el aliento. Yo siempre contemplaba ese ritual sentado en el sofá. Cuando el disco se encontraba de nuevo en el estante, Shimamoto se volvía hacia mí y me dedicaba una pequeña sonrisa.
Y yo cada vez pensaba lo mismo. Que no era un simple disco lo que Shimamoto tenía entre las manos, sino un frasco de cristal que encerraba una frágil alma humana.
"Al sur de la frontera, al oeste del sol"
Haruki Murakami
Cuanto refinamiento en la parábola...Precioso.
ResponderEliminarAbrazos
A todo lo que hacemos siempre le dejamos una parte de nosotros... saludos "M"!
ResponderEliminarbello!
ResponderEliminarsabes aparte de todo me recordo una epoca en que unos amigos y yo se nos daba por poner musica en tocadiscos... era algo intenso y sin mucha logica pues ya estaban los reproductores mp3, pero lo haciamos y disfrutabamos cada momento...
salu2
wow!...
ResponderEliminarmuy tecno, tierno, e incluso, casi Haikú.
Bonito.
Saludos
Me preguntas si compartiría un poema contigo y siendo muy sincero no recuerdo ninguno. Gran parte de mi vida se desarrolló en el frío e impersonal mundo del dinero, mismo que a mi juicio carece de poesía.
ResponderEliminarGracias por visitarme y lamento no poder satisfacer tu pregunta.
Un abrazo
Alejandro